Seguridad en Democracia - José Woldenberg

La seguridad de las personas y de su patrimonio, la observancia de las leyes y el orden público debe ser el piso común de la convivencia social. Pero eso que se enuncia fácilmente es una construcción compleja que hoy tiene que hacer frente a la expansión y fortalecimiento del crimen organizado y a su secuela de muerte y terror, y a un marcado deterioro de las instituciones encargadas de su tutela y protección. La seguridad entonces es un "deber ser" que reclama y requiere operaciones políticas que se hagan cargo de la dificultad del tema. La seguridad es más una aspiración que una realidad. Pensando en ello un grupo de personas llamamos a realizar un encuentro titulado "Seguridad en democracia" con la finalidad de escuchar los diagnósticos de muy diferentes especialistas (ministros de la Corte, académicos, gobernadores, senadores, empresarios de los medios, periodistas, expertos internacionales), reflexionar sobre ese fenómeno y generar una plataforma de discusión que eventualmente ayude a construir una auténtica política de Estado.
Quienes convocamos a ese evento creemos que el tema de la "seguridad en democracia" puede ser una arena de confluencia, un basamento común, una zona de acuerdos que permita generar una política que pueda unir a las principales fuerzas políticas y sociales de la nación. Es por ello que hablamos de una política de Estado (no de gobierno). Porque si bien asumimos que en la política por definición coexisten diagnósticos y propuestas divergentes y que ello es connatural al quehacer democrático, pensamos que pueden existir (se pueden construir) zonas de acuerdo que merecen ser asumidas por el conjunto de las expresiones políticas y sociales, y que una de ellas es precisamente la de la "seguridad en democracia". Espacio común que posibilita la reproducción de la diversidad de intereses, ideologías, propuestas.
El solo enunciado pretende ser elocuente: no seguridad que vulnere derechos ciudadanos, no seguridad que erosione garantías individuales, no seguridad autoritaria que pase por encima de leyes e instituciones. Sino una política de seguridad articulada con la defensa de los derechos humanos, desplegada en un marco de pluralidad política, y cuyos objetivos básicos sean la defensa de las personas, su patrimonio y de nuestra germinal democracia.
Nada carcome más la convivencia social y la vida pública que la violencia que desatan las bandas delincuenciales. Y por supuesto ese fenómeno requiere ser atajado por muy diferentes vías, dado que no existe una solución unívoca. Si fuésemos capaces de generar un diagnóstico compartido y al mismo tiempo delinear las grandes tareas que tienen que llevar a cabo instituciones y actores sociales tan diversos como el Congreso o la Secretaría de Educación Pública; los tribunales, los gobiernos federal y locales, los partidos políticos, o por otro lado, los medios masivos de comunicación y las organizaciones no gubernamentales; y si además el intercambio de puntos de vista fuera capaz de detectar las normas que hay que modificar o fortalecer, las instituciones que hay que reformar y en qué sentido, las políticas sociales que debemos desplegar, la cooperación internacional que eventualmente puede resultar útil, etcétera, estaríamos (quizá) edificando un terreno de convergencias que no sólo incrementaría las posibilidades de éxito de las acciones contra el crimen organizado, sino que además eventualmente esa política dejaría de ser moneda de cambio y chantaje mutuo entre los propios actores políticos.
El deseo primero de vivir en paz -con seguridad- es una pulsión elemental y fundamental. Elemental, porque sin ella la convivencia se desgarra hasta convertirse por momentos en su contrario, una especie de ley de la selva, donde la voluntad de los más fuertes e impunes tiende a imponerse. Y fundamental, porque sin ella tareas más ambiciosas, como el crecimiento con equidad, la coexistencia de la pluralidad, la conjunción de libertad y responsabilidades sociales, se vuelven no solamente inciertas, sino altamente improbables.
No resulta casual que en una reciente encuesta de Ipsos-Bimsa sobre las preocupaciones ciudadanas el tema aparezca en el primer lugar. El 23 por ciento de los encuestados contestó que el "principal problema que enfrenta el país" es la delincuencia y la inseguridad, por encima del 21 que mencionó el desempleo. Y si a ello sumamos el 6 por ciento que dijo el narcotráfico, llegamos a que tres de cada 10 ciudadanos están preocupados por la inseguridad (El Universal, 3 de septiembre). Tampoco es un dato menor que desde el gobierno se le haya convertido en una causa prioritaria desde el inicio de la presente administración. Y recordemos aquella espectacular marcha realizada en el Distrito Federal que congregó a decenas de miles de ciudadanos clamando por seguridad. Además, no hay conversación familiar, de amigos o compañeros de trabajo donde el tema no irrumpa con su cauda de nerviosismo, angustia, malestar, temor. Se trata de una preocupación compartida que expresa uno de los sentimientos más profundos de esa comunidad imperfecta, desigual, profundamente estratificada y polarizada, a la que denominamos México, nuestro país.
Si ello es así, entonces estamos obligados a generar todas aquellas políticas capaces de revertir esa tendencia. En especial generar los diagnósticos sobre cada uno de los eslabones institucionales (policías, ministerios públicos, jueces, reclusorios) que tienen que ver con ese abismal problema, para intentar que la seguridad en democracia se convierta en realidad.

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