Lo más triste | José Woldenberg

La diferencia entre la tristeza y la compasión quizá sea la distancia. Si nos informan que un avión se desplomó en Bulgaria, que todos los pasajeros perecieron y no conocemos a ninguno de ellos, es probable que nos invada una compasión lejana -epidérmica- por los muertos y por los deudos. No obstante, si entre ellos se encuentra un familiar querido o un amigo cercano, el sentimiento más rotundo será la tristeza, la profunda y abrumadora tristeza. Ese "perro que ni me deja ni se calla", como diría Miguel Hernández. Y la diferencia se encuentra en la distancia anímica con la cual contemplamos los acontecimientos.
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Lo más triste del conflicto postelectoral es la erosión de un patrimonio que compartíamos (casi) todos: la confianza en la vía y las instituciones electorales; la presunción de que habíamos alcanzado un mínimo acuerdo en un mecanismo eficiente para regular la lucha entre partidos, programas y candidatos. Porque lo que se ha desgastado -¿sólo por el momento?- es una fórmula de competencia que permite la coexistencia pacífica de la diversidad, una construcción de la cual todas las fuerzas políticas resultan beneficiadas, una edificación civilizatoria que paulatinamente nos enseña a vivir con los "otros".
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Se trató de una auténtica construcción (no de una aparición) difícil, paciente, compleja, que tardó décadas y a la cual concurrieron gobiernos y partidos de oposición, organizaciones no gubernamentales e instituciones electorales, legisladores y militantes, medios masivos de comunicación y ciudadanos. Una operación que debió desmontar un entramado institucional autoritario y substituirlo por otro que ofreciera un lugar a todas las corrientes políticas representativas. A lo largo de ese trayecto de más de 20 años se reformaron la Constitución y la ley (varias veces), se crearon nuevas instituciones (IFE, TEPJF, FEPADE), se inventaron y remodelaron rutinas electorales (desde el padrón hasta el Programa de Resultados Electorales Preliminares, desde las boletas hasta la fórmula de integración de las mesas directivas de casilla), se fortalecieron los polos organizativos de diversas corrientes ideológicas y se equilibraron sus fuerzas, se transformaron los códigos de entendimiento de la política (de los paradigmas excluyentes a los democráticos), hasta lograr que el mundo de la representación política fuera plural y no monocolor.
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Y todo ello fue posible a través de una vía (básicamente) pacífica, institucional y altamente participativa. Y los resultados están a la vista: la colonización del Estado por la diversidad de fuerzas políticas que habitan el país, el poder compartido, un equilibrio de fuerzas en las instituciones estatales como nunca antes en nuestra historia.
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Elección tras elección se hacía y se hace patente que ninguna fuerza política lo gana todo, mientras las otras tampoco lo pierden todo; que quien triunfa en un momento y lugar luego puede perder gracias a que los humores públicos son cambiantes, y que por ello estamos obligados a convivir en la diversidad.
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Una ilustración pedestre: un niño de 12 años más o menos informado en 1976, observaba y sabía que el mundo de la representación política era ocupado por un solo partido; que el Presidente, los gobernadores, la inmensa mayoría de los presidentes municipales, así como todos los senadores y casi todos los diputados salían de una sola organización política: el PRI. Un niño de 12 años hoy en el Distrito Federal sabe que su ciudad es gobernada por el PRD, que el estado de México lo gobierna el PRI y que el PAN postuló al actual presidente de la República. Esos niños -a querer o no- eran y son socializados en mundos políticos radicalmente diferentes: el primero en uno sin espacio para la pluralidad, el segundo, en un universo habitado por la diversidad. Todos -parecía- cambiábamos bajo el influjo de una transición democratizadora.
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Y sin embargo, hoy franjas relevantes de la sociedad creen que las elecciones no han sido limpias y peor aún que los votos no se han contado con pulcritud. Esa noción ha sido alimentada por diversos nutrientes: desde las "explicaciones" delirantes (la existencia de un algoritmo que modificó los resultados del PREP) hasta los errores en la presentación de los resultados preliminares (la no distinción entre actas recibidas y actas computadas), desde las operaciones propagandísticas más burdas (la presentación de un presidente de casilla introduciendo unas boletas a la urna con el consentimiento de los representantes de los partidos como si se tratara de un acto ilícito) hasta el doble discurso en relación a lo que se demanda de las autoridades electorales (el recuento total de votos en la plaza y la impugnación de un poco más de 40 mil casillas a través de los juicios de inconformidad), desde la descalificación genérica y en bloque de lo que se ha construido hasta la conversión de errores en el llenado de algunas o muchas actas en un fraude orquestado. Y el resultado también se encuentra a la vista: una disminución de la confianza en el procedimiento electoral y un número significativo de ciudadanos que hoy "creen" en menor medida en la limpieza de los comicios.
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Se trata de una pérdida sustantiva cuyas derivaciones nadie puede minusvaluar. Un patrimonio común -estratégico- se desgasta ante nuestros ojos. Sin embargo, no hay tiempo para las lamentaciones -nunca hay tiempo para ello-, porque como escribió Guillermo Fadanelli, "los únicos que tienen la vida resuelta son los muertos". De tal suerte que será imprescindible restañar las heridas y reiniciar las operaciones reformadoras capaces de, poco a poco, remontar lo perdido.

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