Definición

Jesús Silva-Herzog Márquez
Reforma
18 de septiembre de 2006


Tras la elección, el candidato panista ha flotado en una nube de buenas intenciones y lugares comunes. Acuerdos, una Presidencia de todos, curar heridas, mirar hacia el futuro. Nada que muerda la fibra de este presente desafiante. Una incoherencia fundamental sobresale. Ha repetido mil veces la palabra reconciliación pero no ha dejado de lanzar golpes a su antagonista. Una mano se extiende, la otra sigue empuñada. Insiste en que los tiempos de la contienda han quedado atrás, pero no se ha emancipado de su inercia. A pesar de su deseo, el discurso de Felipe Calderón sigue imantado por el conflicto. La polarización domina sus reflejos y, sobre todo, el impulso de sus aliados. Su abismo no divide ricos y pobres, instituciones y democracia, como sucede en la imaginación de su adversario. Pero a su entender, hay una grieta profunda que separa al país. Es una línea que separa a los violentos de los pacíficos; una severa oposición de tiempos: el futuro y la prehistoria. La gobernadora de Zacatecas mostró hace unos días esta incoherencia. Las convocatorias de Calderón no pueden ser tomadas con seriedad si, al tiempo que se invita al entendimiento, siguen retratando al otro como amenaza.

Si el Presidente electo realmente busca la conciliación, tendría que empezar por conciliar las piezas de su discurso. Sólo puede haber diálogo si existe disposición de entender las razones del otro. No hay ninguna señal de que el panista haya tenido ese propósito. Y no me refiero simplemente al programa del contrario sino, fundamentalmente, a los millones de votos que rechazaron a su partido. Si la conciliación calderonista es sincera, no resulta creíble. Para que encuentre plataforma de concreción, sería indispensable una reflexión autocrítica que identifique el origen del malestar y una oferta de inclusión viable.

Es que en este asunto, como en muchos otros, el panista no ha arriesgado una definición. Sigue siendo un actor político secundario. Un político incoloro. No es, hasta el momento, quien defina el debate público, quien fije sus contornos, quien motive al resto de los agentes políticos a una acción común. No ignoro la hazaña de su triunfo electoral. En contra del lugar común que se ha impuesto, tenía todo para perder y, sin embargo, logró imponerse aprovechando los defectos y los tropiezos de su adversario. Calderón ganó la Presidencia; nadie se la obsequió. Pero ahora tiene que definir para qué la quiere. Corre el riesgo de repetir el cuento del primer Presidente panista: un hombre que luchó tenazmente por el poder y, al tenerlo, no supo para qué servía. Lo mismo puede pasarle a su sucesor si no logra fijar definiciones relevantes.

Antes de la asunción de poder debería trazar el rumbo de su partido. Sé que los usos y costumbres panistas son renuentes a esos apremios del poder. Los reflejos del PAN siguen siendo los de un partido opositor, desconfiado de cualquier sello presidencial y extremadamente celoso de sus pudores procedimentales. Pero Calderón tiene que asumir su responsabilidad como dirigente real de un partido, como cabeza de una organización política que es crucial para el éxito de su gobierno. Hasta el momento, la dirección panista sigue siendo un estorbo para el Presidente electo. Los rumbos que insinúa Calderón, el tono que fija, la línea que bosqueja, son desfachatadamente quebrantados por el presidente del partido. Si Calderón quiere un gobierno de futuro, necesitaría llevar a su partido a ese tiempo. No lo es hoy y no lo será, a menos que el Presidente electo ejerza un liderazgo inequívocamente modernizador.

Tal vez la definición central que debe hacer el Presidente electo es el retrato de su circunstancia. Más que el gran trazo de futuro, es urgente un diagnóstico del presente. Hoy observamos el pleito de dos paisajes confrontados. Por un lado, el cuadro de una gravísima regresión política que nos ha instalado en tiempos predemocráticos. Para el lópezobradorismo un fraude le ha arrebatado al pueblo su gobierno auténtico. República simulada, restauración, fraude. El otro cuadro tiene una coloratura muy distinta. De acuerdo con el Presidente, vivimos hoy en un país maravilloso que deja atrás la pobreza, que ha rechazado felizmente la senda populista y se dirige con prisa al progreso. México va bien; sólo los ciegos lo niegan. ¿Qué México observa el Presidente electo? No lo sabemos. Sus mensajes alternan entre el festejo y una tímida intención reformista. Su diagnóstico, además de incoherente, resulta anémico. Pocos pueden reconocerse en un cuadro pálido e impreciso. Las fotografías que dominan el debate público son las de los polos: la caverna autoritaria o el jardín del progreso. Imágenes simples, es cierto, pero, por lo menos, claras. Unos y otros podrán reconocerse en sus trazos y sentirán el llamado de su diagnóstico. No puede decirse lo mismo del anodino mensaje del Presidente electo.

No quiero decir con esto que Calderón tenga que insertarse en las simplificaciones del maniqueísmo reinante. Quiero decir que perfilará su liderazgo, solamente en la medida en que sepa identificar la vena yugular de nuestro presente. Para ello tendrá que separarse del análisis monocromático de unos y de otros. Pero tendrá que comprometerse con una lectura certera de nuestras fortalezas, con un mapa de problemas y con una ruta de acción. Esos tres elementos siguen ausentes. No hemos escuchado del Presidente electo un balance global y ambicioso del país que queda tras el gobierno de Fox. No conocemos tampoco su juicio sobre el desencuentro electoral: qué es mero ruido y cuáles son las lacras reales de nuestro régimen institucional. Y, finalmente, más allá de las vaguedades de campaña: a dónde nos invita el Presidente electo. ¿Cuáles serán, por lo menos, sus primeros pasos?

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