Soledad Loaeza
La Jornada
Jueves 7 de septiembre de 2006
Una expropiación más está en marcha ahora: la del Partido de la Revolución Democrática, cuya historia, capital político y autoridad moral han pasado a manos de antiguos miembros del PRI que han sido recibidos en esa organización en forma inesperadamente calurosa. Inesperada era esta recepción porque muchos de los flamantes perredistas que hoy calzan el prestigio de la lucha contra los abusos del poder no hace tanto tiempo eran perpetradores de esos mismos abusos. Miremos solamente la fotografía de la toma de la tribuna el pasado primero de septiembre. En primera fila se plantaron caras harto conocidas cuya sola presencia es francamente impúdica y un agravio para toda la historia de la izquierda mexicana; pero ésta ha mostrado tener tan buen estómago y ser tan generosa como para absolverlos de los pecados que cometieron como priístas y extender sobre ellos el manto protector del PRD sin pedirles siquiera confesiones, autocríticas, ni actos de contrición. Ahora se les ve muy campantes vestir los mismos colores que persiguieron cuando estuvieron en el poder.
No obstante, esta expropiación parece ser un episodio más del triste destino de la izquierda mexicana, cuya historia ha estado sujeta a la sombra de la revolución institucionalizada: por una parte por efecto de la represión de que fueron víctimas por años los miembros de las diferentes izquierdas mexicanas; pero por la otra, entre ambas tradiciones -la de izquierda y la de la revolución institucionalizada- han existido siempre vínculos que le han sido muy costosos a la primera de ellas. Cada vez que surge un auténtico intento de renovación y, sobre todo, de independencia en la izquierda, los priístas se las arreglan para aplastarla. Así ocurrió en el sexenio de Luis Echeverría, cuando la terrible experiencia de 1968 desembocó en dos opciones que demostraron ser suicidas para la izquierda: la guerrilla y la asimilación a la política presidencial.
La cercanía del lopezobradorismo con el echeverrismo ha sido ampliamente identificada y discutida. En cambio hemos pasado por alto la creciente distancia entre ese movimiento y las tradiciones de la izquierda independiente, que siempre ha tenido tantas dificultades para consolidarse. A partir de 1977, y en buena medida al calor del sindicalismo universitario y de la reforma electoral de ese año, se fue construyendo una tradición de izquierda con una historia propia y sus propios líderes: Arnoldo Martínez Verdugo, Rafael Galván, Heberto Castillo; una izquierda que fue definiendo un trayecto original y atractivo desvinculado de la revolución institucionalizada, y que supo también construir sus propias instituciones: el Partido Socialista Unificado de México, el Partido Mexicano Socialista. Ahora ya nadie parece acordarse de esta historia. Es revelador que no sea una referencia para el movimiento lopezobradorista y que el mismo PRD esté en proceso de archivarla; al menos eso parece. El discurso de López Obrador se parece más al de Adolfo López Mateos (1958-1964) -quien fue uno de los presidentes endiosados por lo que siempre se llamó la izquierda oficial- que al de quienes repudiaron la hipocresía y las componendas echeverristas, convencidos de que había vida política más allá de la revolución institucionalizada. Aquella izquierda que empezó a construirse en los años 70 nunca imaginó siquiera que llegaría el día en que su liderazgo provendría del priísmo puro y duro.
Es un misterio por qué la verdadera izquierda se ha dejado expropiar un partido tan penosamente construido a lo largo de décadas de lucha y de reflexión. La expropiación parece una perversidad más del PRI, pues una vez más, cuando la izquierda está a punto de consolidarse como una institución política que ofrece una auténtica opción de gobierno, logra imponerle los grilletes de la revolución institucionalizada que ha aceitado el lopezobradorismo. Peor todavía, si algún beneficiario tiene la estrategia rupturista del PRD es el PRI, que, en lugar de desaparecer del juego político, se fortalece como representante de la prudencia y el decoro institucional.
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